Ocho de la mañana. Ducha rápida. Crema antiarrugas y un pelín de rimel.
La cara de Elena era un poema. Dormir pocas horas y un alto nivel de stress no eran precisamente la mejor terapia anti-edad.
Desde bien pequeñita todo el mundo dio por hecho que Elena seguiría los pasos de Mamá. Ya en la escuela infantil alababan sus grandes dotes en todo lo relativo a las artes plásticas. Ese talento al posar sus manitas embadurnadas en pintura sobre su camiseta, ese sutil “es que lo lleva en la sangre”, ese innato don que sólo un profesor puede darte o quitarte desde la más tierna infancia (dios sabe con qué baremos). El caso es que a la joven Elena no le quedó otra. Estudió Bellas Artes en Madrid y aunque sus padres le dieron la posibilidad de ir a París (qué estudiante de Bellas Artes no hubiera dado la vida por ir a estudiar allí), Elena prefirió quedarse y buscarse la vida como diseñadora gráfica. Y le fue bastante bien. Eso no quiere decir que abandonara la pintura, ni mucho menos.
Pablo apareció por la puerta entreabierta del baño.
_ ¿Un café? _ Elena intentaba no meterse el cepillito del rimel en el ojo y esperó a rizar su última pestaña para responder.
_ Vale. Gracias.
Elena se terminó de acicalar. Entró en la cocina recogiéndose el pelo con una coleta al tiempo que empezaba a oirse el maravilloso gorgoteo de la cafetera italiana.
El aroma del café recién hecho alivió visiblemente el cansancio de Elena.
_ ¿Te acostaste muy tarde? Me quedé frito.
_ Sobre las cuatro. Pero por lo menos terminé el tríptico.
Pablo sirvió dos tazas de café. La cocina no daba para mucho, una escaso metro y medio entre encimera y encimera. Elena había cogido la costumbre de desayunar sentada en el borde de una de las encimeras y apoyar los pies en la otra. Y así se tomó el café.
_ ¿Qué has decidido con la exposición?
_ Según mi madre tengo suerte de que la galería haya contado conmigo y encima sin cobrarme.
_ ¿Qué? ¿Además de llevarse la mitad de cualquier venta también te cobran por ponerte en una pared?
_ Claro. Da igual lo que vendas, cuadros, tomates o pescado. El que se lleva siempre la pasta es el intermediario.
Pablo asintió. Cómo no iba a saberlo. Trabajaba en una industria en el que el intermediario era el que decidía si existías o no.
Elena se terminó el café de un sorbo y saltó al suelo.
_ Me voy. ¿Qué vas a hacer hoy?
_ He quedado a las diez con David Acebo. Tiene una peli y quiere que la haga.
_ Genial. Luego me cuentas.
Con el chute de café empezando a hacer efecto, Elena se metió en el metro. En quince minutos estaría en la agencia. Presentar trabajo, cambios de última hora y si no había imprevistos, con suerte podría volver a casa a echarse una siestecilla. Hasta podría salir a cenar con Pablo o incluso al cine.
A Elena le encantaba planificar y no dejar nada al azar. Todo bien atado y controlado. Pero todo a su alrededor era un caos (o ella lo vivía como tal), su familia, su trabajo, la pintura… De ahí su estrés crónico.
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