Elena miraba su cuadro encaramado en su propio altar.
Había ido a su estudio a empaquetar los tres lienzos que había escogido para llevarlos a la galería. Quedaba una semana para la inauguración de la Feria y los nervios empezaban a llamar a la puerta.
No era la primera vez que Elena exponía y había un par de galerías (supermercados de arte) que de tanto en tanto sacaban a la luz algún cuadro suyo.
Pero siempre había nervios. Da igual cuántas veces hubiera pasado por ese infierno.
Elena seguía sin recordar cómo y cuándo había terminado su obra de forma tan precisa y redonda. Pero lo peor era la terrible pregunta que le empezaba a rondar y que intentaba espantar como a una mosca cojonera.
¿Fue ella quien lo hizo?
La mosca seguía ahí. Su batir de alas ocupaba cada vez más espacio en el cerebro de Elena.
Y si no fue ella, ¿quién?
Había otro juego de llaves en casa de su madre. Pero no se imagina a Mamá yendo a su estudio y mucho menos tocando sus obras. Mamá era más del estilo de tirar la piedra y ni siquiera esconder la mano, es decir, de la crítica constructiva (hiriente en cualquier caso). Soltaría un “A eso le falta un no sé qué”, se quedaría tan pancha y cambiaría de tema. En eso era igual que Laura.
¿Laura?
No, Laura pasaba de la pintura. Nunca le había interesado lo más mínimo y no sabría hacer ni un círculo a mano alzada (o la “O” con un canuto).
El caso es que estaba hecho y bien hecho, no había que darle más vueltas.
Elena bajó el lienzo del caballete con mucho cuidado. Lo envolvió con plástico de burbujas, le colocó unas cantoneras de cartón, lo protegió con unas planchas de contrachapado a medida y vuelta a las burbujas.
Ahora había que llevarlos a la galería, ellos se encargarían de trasladar todas las obras a la exposición.
Lo lógico hubiera sido contratar una empresa de transportes pero eso no entraba en los planes de Elena. Ni se fiaba ni tenía presupuesto.
Una de las primeras cosas que había aprendido como artista es que los cuadros no debían ser muy grandes. Primero y más importante, la gente que pretende comprar una obra de un pintor desconocido no suele tener paredes inmensas en salones diáfanos (cuando ya se es famoso uno puede hacer lo que le de la gana y siempre habrá alguna pared para tu obra). Y lo segundo (tampoco vale para ricos y afamados artistas), el propio creador tiene que ser capaz de mover y trasladar su obra.
Había que ser práctico.
Mientras Elena embalaba y bajaba los cuadros a la calle, Pablo no había dejado de dar vueltas a la manzana. Encontrar aparcamiento en esa zona era misión imposible y quedarse parado en la calle frente al portal, misión suicida (la estrechez de la calle sólo permitía el paso de un coche y en muchos casos llevándose por delante una ristra de retrovisores), a menos que tuvieras la pachorra (y Pablo no la tenía) de quedarte parado haciendo oídos sordos a pitidos e insultos.